• La oración es subir hasta el corazón de Dios. Martín Lutero

  • Donde Dios está, hay amor. (1 Juan 4:7-8)

  • Oren sin cesar. Den gracias en todo.

  • Su alegría. Nuestra fuerza.

  • Si puedo hacer algún bien, permíteme hacerlo ahora.

Áncora

Devocionales presentados de forma sencilla

  • Era cuestión de lealtad (Hechos 3-5)

    Tesoros

    [A Question of Loyalty (Acts 3–5)]

    El ambiente en las inmediaciones del templo estaba cargado de emoción. La noticia empezó a difundirse. Escasos momentos antes, ¡un viejo mendigo, cojo de nacimien­to, había sido visto andando, brincando y alabando a Dios! A diario y durante años, lo habían visto tendido junto a la puerta del templo llamada la Hermosa donde pedía limosna a los que entraban al templo.

    Ese día, cuando Pedro y Juan entraban al templo, él pedía limosna como era su costumbre. Y Pedro le dijo: «Yo no tengo plata ni oro para ti, pero te daré lo que tengo. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina». Seguidamente, Pedro lo tomó de la mano derecha y lo levantó, y de inmediato los pies y tobillos de aquel hombre se fortalecieron (Hechos 3:1–8).

    Cuando vieron a aquel hombre que caminaba y alababa a Dios, las personas reconocieron que era el mismo que solía sentarse en la entrada del templo, y se llenaron de admiración y de asombro y se acercaron corriendo a Pedro y Juan (Hechos 3:9–10). Cuando Pedro vio eso, habló intrépidamente a la multitud asombrada: «Por la fe en el nombre de Jesús, Él ha restablecido a este hombre a quien ustedes ven y conocen. Esta fe que viene por medio de Jesús lo ha sanado por completo, como les consta a ustedes. Lo rechazaron, pero Dios lo levantó de entre los muertos, y de eso nosotros somos testigos» (Hechos 3:11–16).

    Mientras hablaban y predicaban a la muchedumbre, los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, que «estaban muy disgustados porque los apóstoles enseñaban a la gente y proclamaban la resurrección, que se había hecho evidente en el caso de Jesús», los detuvieron y los pusieron en la cárcel esa noche para que al día siguiente los interrogaran (Hechos 4:1–3). Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos para silenciar a los apóstoles, «muchos de los que oyeron el mensaje creyeron y el número de estos, contando solo a los hombres, llegaba a unos cinco mil» (Hechos 4:4).

    A la mañana siguiente, tuvo lugar una reunión de los dirigentes del templo y los maestros de la ley, a la cual fueron llamados Pedro y Juan. «¿Con qué poder o en nombre de quién hicieron ustedes esto?», preguntó desafiante el sumo sacerdote. Lleno del Espíritu Santo, Pedro proclamó con audacia: «Este hombre está aquí delante de ustedes, sano gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret, crucificado por ustedes, pero resucitado por Dios». Y Pedro declaró: «En ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos» (Hechos 4:7–12).

    Entonces viendo el valor de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran unos pescadores incultos, se maravillaban, y les reconocían que habían estado con Jesús. En cuanto al milagro que se había obrado, no sabían qué replicar. «¿Qué haremos con estos hombres?», consultaron entre sí los sacerdotes. «Porque un milagro notable ha sido realizado por medio de ellos y no podemos negarlo». Sin embargo, para que no se divulgara esa extraña y nueva doctrina, los amenazaron para que no hablaran más en el nombre de Jesús, tras lo cual los pusieron en libertad temerosos de la reacción popular, ya que toda la gente glorificaba a Dios por aquel suceso milagroso (Hechos 4:13–22).

    Antes de su liberación, después de enterarse de la decisión de los sacerdotes y dirigentes, Pedro y Juan dijeron: «Juzguen ustedes si es justo delante de Dios obedecerles a ustedes antes que a Dios. Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hechos 4:19–20). Luego de intimidarlos con más amenazas, el concilio los dejó en libertad. Mas los apóstoles salieron de allí sin la intención de abandonar su misión.

    Después de salir en libertad, Pedro y Juan volvieron con los suyos y les informaron de todo lo que los sumos sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Después de escuchar su historia, todos levantaron unánimes la voz en oración: «Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos que hablen Tu palabra con toda valentía». Cuando acabaron de orar, el lugar en donde estaban reunidos tembló. Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y el Señor los bendijo con más poder para testificar a la gente y hablar la palabra de Dios con valor (Hechos 4:23–31).

    No solo eso, sino que por medio de las manos de los apóstoles se hicieron muchas maravillas y señales entre la gente, así que sacaron los enfermos a las calles y los pusieron en lechos y camillas, de modo que al menos la sombra de Pedro pasara sobre algunos de ellos. Personas de los poblados cercanos acudían en tropel a Jerusalén trayendo a los enfermos, y «los que creían en el Señor aumentaban cada vez más, gran número así de hombres como de mujeres» (Hechos 5:12–16).

    Para los sacerdotes y dirigentes religiosos, que se llenaron de envidia e indignación, aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso. Les resultaba insoportable ver la popularidad que los seguidores de Jesús tenían entre la gente y el riesgo que aquello representaba para su autoridad. Fue así que fueron arrestados nuevamente y los metieron en la cárcel pública. A esos hombres, sin embargo, nada podía detenerlos, y durante la noche un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó. Y no solo eso, sino que les dijo: «Vayan, preséntense en el templo, y hablen al pueblo todo el mensaje de esta Vida» (Hechos 5:17–20).

    Así pues, al amanecer, Pedro y Juan pasaron de la prisión a la predicación en el templo como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, la noticia de la fuga de los apóstoles aún no había llegado a oídos de los sacerdotes. Y cuando llegó el momento del juicio, enviaron guardias a la cárcel para que los llevaran a su presencia. ¡Pero allí no había prisioneros! Llenos de vergüenza, los guardias volvieron y dijeron: «Encontramos la cárcel cerrada con toda seguridad y los guardias de pie a las puertas; pero cuando abrimos, a nadie hallamos dentro» (Hechos 5:21–23).

    Imaginen el escándalo y el asombro que cundió en la sala. Exclamaron: «¿Qué? ¿Que los presos han desaparecido? ¿Cómo escaparon estando las puertas bien aseguradas?» En ese momento llegó apresuradamente un mensajero que les comunicó la noticia de que los evadidos se encontraban de nuevo en el templo y enseñaban a la gente.

    «Tráiganlos», exclamó el sumo sacerdote. Los guardias entonces fueron a buscarlos y los trajeron sin recurrir a la fuerza, porque temían ser apedreados por el pueblo.

    «Les dimos órdenes estrictas de no continuar enseñando en este Nombre», dijo enfurecido el sumo sacerdote. «Han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas, y quieren traer sobre nosotros la sangre de este Hombre» (Hechos 5:24–28).

    —Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres —respondieron Pedro y los demás apóstoles—. El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron. Dios lo exaltó a Su derecha como Príncipe y Salvador, para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Nosotros somos testigos de estos acontecimientos (Hechos 5:29–32).

    Cuando el concilio oyó esas palabras, estaban furiosos y decididos a matar a los apóstoles. No obstante, Gamaliel, un respetado miembro del concilio, interrumpió sus gritos, advirtiéndoles con este sabio consejo: «No tengan nada que ver con estos hombres y déjenlos en paz, porque si este plan o acción es de los hombres, perecerá; pero si es de Dios, no podrán destruirlos; no sea que se hallen luchando contra Dios». No pudiendo el concilio responder nada a las sabias palabras de Gamaliel, acordaron dejar a los apóstoles en libertad, no sin antes darles unos azotes (Hechos 5:33–40).

    Los apóstoles quedaron en libertad después de ser azotados y se les ordenó de nuevo que no hablaran en el nombre de Jesús. Salieron regocijándose de la presencia del concilio, por haber sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús. «Y todos los días, en el templo y de casa en casa, no cesaban de enseñar y proclamar el evangelio de Jesús como el Cristo» (Hechos 5:40–42).

    En esa época, había algunas ordenanzas que a los apóstoles les resultaba difícil obedecer mientras seguían fieles a su llamamiento y fe. Aunque la Biblia enseña que «todos deben someterse a las autoridades públicas» (Romanos 13:1), en los casos en que las leyes u ordenanzas violen la fe de un creyente, los cristianos son llamados a obedecer a Dios y seguir los dictados de su conciencia (Hechos 5:27–29).

    Los apóstoles no podían obedecer las exigencias del concilio que les prohibía predicar y enseñar acerca de Cristo, en obediencia al último mandamiento de Jesús de que hicieran discípulos de todas las naciones y que les enseñaran a obedecer todos Sus mandamientos (Mateo 28:19–20). Frente a la persecución debido a su fe, ellos fueron fieles a su fe y convicciones.

    Cuando Jesús preparaba a Sus discípulos para Su pronta partida, les dijo: «Si pertenecieran al mundo, el mundo los amaría como a uno de los suyos, pero ustedes ya no forman parte del mundo. Yo los elegí para que salieran del mundo» (Juan 15:19). Los cristianos somos llamados a estar en el mundo, pero a no ser del mundo (Juan 17:14–15). Somos llamados a dejar que Su luz brille en el mundo que nos rodea y a acercar a la gente a Dios. Jesús dijo: «Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mateo 5:14–16).

    Que cada uno de nosotros sea hallado fiel a nuestra fe y a los mandamientos de la Palabra de Dios, incluso cuando no sea popular hacerlo o frente a la oposición. «Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Así, pues, consideren a aquel que perseveró frente a tanta oposición […] para que no se cansen ni pierdan el ánimo» (Hebreos 12:1–3).

    Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2025.

  • Mar 21 Dios sabe lo que te hace falta
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Rincón de los Directores

Estudios bíblicos y artículos edificantes para la fe

  • 1 Corintios: Capítulo 9 (versículos 1-17)

    [1 Corinthians: Chapter 9 (verses 1–17)]

    ¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús nuestro Señor? ¿No son ustedes mi obra en el Señor? Si para otros yo no soy apóstol, ciertamente para ustedes lo soy, porque ustedes son el sello de mi apostolado en el Señor (1 Corintios 9:1,2).

    Pablo comienza este capítulo formulando preguntas retóricas. Se plantea si es libre y si es apóstol. Los apóstoles eran los principales dirigentes de la iglesia; ellos, junto con los profetas, constituían el fundamento de la iglesia. El cargo traía también aparejados ciertos derechos, autoridad y obligaciones.

    Pablo además interpela a los corintios preguntándoles si era cierto que él había visto a Jesús en el camino a Damasco (Hechos 9:3–8). Al hacerlo, manifiesta que nadie debería cuestionar que él es un apóstol. Seguidamente les recuerda a los corintios que gracias a la obra que él realizó en el Señor ellos habían llegado a Cristo. La iglesia de Corinto era fruto de la labor misional de Pablo (Hechos 18:1–11). Si bien los que no estaban familiarizados con Pablo podrían haber tenido motivos para dudar, los corintios sabían la verdad, pues ellos mismos eran el sello, la prueba, del apostolado de Pablo.

    Las interrogaciones retóricas de Pablo en este capítulo sugieren que los corintios que se le oponían posiblemente cuestionaron su apostolado. El poder del Espíritu Santo era tan fuerte en la predicación de Pablo que los corintios hubieran debido respetar su apostolado. En otra parte él define a los creyentes de Corinto como su carta de recomendación(2 Corintios 3:2). La conversión que experimentaron debiera haber sido suficiente para satisfacer a los corintios acerca de la autoridad apostólica de Pablo en este aspecto.

    Esta es mi defensa contra cuantos me cuestionan (1 Corintios 9:3).

    Pablo procede entonces a defenderse de los que se erigían en jueces y presenta otra serie de preguntas. A partir de lo que había comentado en el capítulo anterior (1 Corintios 8) y que retomará luego en el capítulo 10, se infiere que algunas personas estaban reafirmando su derecho a comer lo que les agradara, incluida carne sacrificada a los ídolos en templos. Les disgustaba la enseñanza de Pablo instándolas a refrenarse de comer esas carnes en consideración al bienestar espiritual de una persona de conciencia más débil que tropezaría ante ese modo de proceder (1 Corintios 8:8–9). Los que conocían a Pablo sabían que él comprendía que ese modo de proceder era teológicamente justificable y una libertad que todo cristiano posee en teoría. Es de imaginarse que para ellos Pablo contradecía su enseñanza cuando insistía en que los cristianos más fuertes debían abstenerse de comer por amor a los más débiles (1 Corintios 8:10–13).

    Para defenderse, Pablo se remitió a las cosas que acostumbraba a hacer en su vida. Su postura con respecto a la carne sacrificada a los ídolos no era señal de debilidad. Estaba en consonancia con los principios elementales cristianos que guiaban su vida.

    ¿Acaso no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar una esposa creyente con nosotros, tal como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Pedro? ¿O solo Bernabé y yo no tenemos derecho a dejar de trabajar? (1 Corintios 9:4-6)

    Pablo introduce su defensa exponiendo varias preguntas y afirmaciones. Primero, formula preguntas sobre sí mismo y Bernabé, uno de los primeros discípulos cristianos que además fue misionero y compañero de Pablo.

    1. ¿Tenían acaso él y Bernabé derecho a comer y beber mientras atendían espiritualmente a la gente? Sí, claro.

    2. ¿Tenían él y Bernabé derecho a llevar con ellos una esposa creyente como los demás apóstoles? Sí, claro.

    3. ¿Eran él y Bernabé los únicos apóstoles que no merecían paga por su trabajo? No.

    Más adelante en este capítulo Pablo explica el modo en que renunció a varios de los derechos a los que podía acceder. Por lo visto, algunos de los que juzgaban a Pablo pensaban que su negativa a sacar provecho de esos derechos demostraba que no los poseía. Debieron de haber razonado que no ejercía esas prerrogativas porque no era realmente un apóstol. Para contrarrestar ese razonamiento, Pablo reafirmó sus derechos apostólicos. Aunque se mantenía con la fabricación de tiendas de campaña, tenía derecho a recibir de los corintios comida y compensación por su labor. Pese a que se mantuvo soltero por dedicación a la gente a la que atendía espiritualmente, tenía derecho a casarse.

    ¿Quién presta jamás servicio de soldado a sus propias expensas? ¿Quién planta una viña y no come de su fruto? ¿Quién apacienta el rebaño y no toma la leche del rebaño? (1 Corintios 9:7)

    Pablo prepara el terreno para la pregunta de por qué él y Bernabé no aceptaron aquello a lo que tenían derecho. Antes de entrar en materia reforzó aún más sus argumentos, apelando al ejemplo de otros dirigentes de la iglesia y a la vida diaria común y corriente.

    1. ¿Presta servicio algún soldado a sus propias expensas? No.

    2. ¿Comen los agricultores los alimentos que producen? Sí.

    3. ¿Toman los pastores la leche de su rebaño? Sí.

    Pablo recurrió a ejemplos de la vida cotidiana para manifestar claramente que la gente tiene derecho a ganarse la vida a costa de su trabajo. Al señalar cómo son ordinariamente las cosas, defiende su postura de que él también tiene derechos.

    ¿Será que digo estas cosas solo como hombre? ¿No lo dice también la ley? Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado solo de los bueyes? ¿O lo dice enteramente para nosotros? Pues para nosotros está escrito. Porque el que ara ha de arar con esperanza; y el que trilla, con esperanza de participar del fruto (1 Corintios 9:8-10).

    Pablo hace una pregunta seria: ¿Esas expectativas eran simplemente desde un punto de vista humano o las confirmó Dios también? Pablo demuestra que tales derechos fueron concedidos por Dios y el versículo que cita lo señala claramente. Sostiene que la ley del Antiguo Testamento avalaba su derecho moral a ganarse la vida por medio de su apostolado. Para respaldar su argumento, cita Deuteronomio 25:4 que dice: «No pondrás bozal al buey cuando trilla». En tiempos bíblicos los bueyes o caballos tiraban de una tabla lastrada que pasaba encima del grano. Lo hacían dando vueltas y vueltas alrededor de un poste enclavado en el centro. En otras ocasiones los animales simplemente pisoteaban el grano. La ley veterotestamentaria no permitía a los granjeros poner bozal a los animales que trillaban el grano.

    Pablo aplicó la ley veterotestamentaria a la situación que vivían en ese momento, insistiendo en que la preocupación de Dios iba más allá de los bueyes; Él se preocupaba por los seres humanos. Si bien la Ley se relacionaba con bueyes que trillaban grano, un principio moral más profundo sustentaba dicha ley: cuando el labrador ara y el trillador trilla se da por sentado que participarán de la cosecha.

    Si nosotros hemos sembrado cosas espirituales para ustedes, ¿será gran cosa si de ustedes cosechamos bienes materiales? Si otros participan de este derecho sobre ustedes, ¿no nos corresponde más a nosotros? Sin embargo, nunca usamos de este derecho; más bien, lo soportamos todo para no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo (1 Corintios 9:11,12).

    Por haber sembrado semilla espiritual en Corinto, Pablo tenía derecho a cosechar un módico pago por su labor. Puso de relieve que los corintios se beneficiaban de su apostolado y que por ese motivo él tenía mayor derecho aún de recibir sustento que otros dirigentes de la iglesia a quienes los corintios apoyaban económicamente. Si bien Pablo tenía todo derecho a que se le pagara, no hizo uso de este. Prefirió soportar toda una diversidad de apuros que hacer algo que obstaculizara el evangelio de Jesucristo.

    ¿No saben que los que trabajan en el santuario comen de las cosas del santuario; es decir, los que sirven al altar participan del altar? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio (1 Corintios 9:13,14).

    En un último esfuerzo por demostrar lo correcto que era su derecho a recibir paga, Pablo describe cómo los levitas y sacerdotes judíos obtienen sus viandas del templo y participan de lo que se ofrece en el altar. Él consideraba que, de igual manera, el Señor ordenó que los que predican deben ganarse la vida a partir del evangelio. Puede que esto también sea alusivo a las instrucciones que Jesús impartió a los apóstoles en el Evangelio de Lucas: Posen en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que les den porque el obrero es digno de su salario. No anden de casa en casa (Lucas 10:7).

    No obstante, Pablo procede a aclarar:

    Pero yo nunca me he aprovechado de nada de esto, ni tampoco he escrito al respecto para que se haga así conmigo. Pues para mí sería mejor morir, antes que alguien me quite este motivo de orgullo (1 Corintios 9:15).

    Pablo expresó con argumentos contundentes que se le debía pagar por la labor que realizaba. El derecho común lo respaldaba. Más importante aún, la misma ley bíblica enseñaba ese criterio. No había razón para que no se compensara a Pablo por su trabajo.

    Aunque él bien podía exigir sostenimiento económico de las personas a las que servía, rehusó insistir en sus derechos. Desistió de su derecho a ganarse la vida a costa de su apostolado, pero al mismo tiempo rebatió todo malentendido acerca de sus móviles. No defendió sus derechos para que los corintios empezaran a pagarle; más bien defendió su apostolado. No quería que nadie dejara de recibir el evangelio por pensar que él predicaba para ganar dinero. Quería seguir enorgulleciéndose de las buenas nuevas de la gracia de Dios en Jesús.

    Porque si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio! Por eso, si lo hago de buena gana, tendré recompensa; pero si lo hago de mala gana, de todos modos el llevarlo a cabo me ha sido confiado (1 Corintios 9:16,17).

    Pablo quería seguir predicando sin recibir remuneración de los corintios. Declaró que tenía la obligación de predicar. Es decir, que no tenía más remedio, pues Dios lo había llamado a anunciar el mensaje y tenía que cumplir ese mandato; de lo contrario se expondría al juicio de Dios.

    Con frecuencia Pablo —hablando de sí mismo y de otros cristianos— sugería que lo que lo impulsaba a servir era un deseo de recibir elogios y recompensas celestiales. No quería perderse los premios celestiales por predicar de buen grado y con entusiasmo y sin remuneración económica. Él creía que si predicaba de mala gana o recibía compensación por su obra, no estaría haciendo otra cosa que cumplir lo que se le encomendó. Para elevar su predicación y ponerla a una altura superior a la de la mera obediencia, Pablo voluntariamente renunció a su derecho de recibir retribución económica.

    (Continuará.)


    Nota
    A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de las versiones Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995, y Reina Valera Actualizada (RVA-2015), © Editorial Mundo Hispano. Utilizados con permiso.

  • Feb 25 1 Corintios: Capítulo 8 (versículos 1-13)
  • Feb 20 1 Corintios: Capítulo 7 (versículos 17-40)
  • Feb 4 1 Corintios: Capítulo 7 (versículos 1-16)
  • Ene 24 1 Corintios: Capítulo 6 (versículos 1-20)
  • Dic 23 Practiquemos todas las virtudes
  • Nov 26 Virtudes de los seguidores de Cristo: dominio propio
  • Nov 12 1 Corintios: Capítulo 5 (versículos 1-13)
  • Nov 5 Virtudes de los seguidores de Cristo: mansedumbre
  • Nov 4 Virtudes de los seguidores de Cristo: fidelidad
   

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