Tesoros
[A Question of Loyalty (Acts 3–5)]
El ambiente en las inmediaciones del templo estaba cargado de emoción. La noticia empezó a difundirse. Escasos momentos antes, ¡un viejo mendigo, cojo de nacimiento, había sido visto andando, brincando y alabando a Dios! A diario y durante años, lo habían visto tendido junto a la puerta del templo llamada la Hermosa donde pedía limosna a los que entraban al templo.
Ese día, cuando Pedro y Juan entraban al templo, él pedía limosna como era su costumbre. Y Pedro le dijo: «Yo no tengo plata ni oro para ti, pero te daré lo que tengo. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina». Seguidamente, Pedro lo tomó de la mano derecha y lo levantó, y de inmediato los pies y tobillos de aquel hombre se fortalecieron (Hechos 3:1–8).
Cuando vieron a aquel hombre que caminaba y alababa a Dios, las personas reconocieron que era el mismo que solía sentarse en la entrada del templo, y se llenaron de admiración y de asombro y se acercaron corriendo a Pedro y Juan (Hechos 3:9–10). Cuando Pedro vio eso, habló intrépidamente a la multitud asombrada: «Por la fe en el nombre de Jesús, Él ha restablecido a este hombre a quien ustedes ven y conocen. Esta fe que viene por medio de Jesús lo ha sanado por completo, como les consta a ustedes. Lo rechazaron, pero Dios lo levantó de entre los muertos, y de eso nosotros somos testigos» (Hechos 3:11–16).
Mientras hablaban y predicaban a la muchedumbre, los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, que «estaban muy disgustados porque los apóstoles enseñaban a la gente y proclamaban la resurrección, que se había hecho evidente en el caso de Jesús», los detuvieron y los pusieron en la cárcel esa noche para que al día siguiente los interrogaran (Hechos 4:1–3). Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos para silenciar a los apóstoles, «muchos de los que oyeron el mensaje creyeron y el número de estos, contando solo a los hombres, llegaba a unos cinco mil» (Hechos 4:4).
A la mañana siguiente, tuvo lugar una reunión de los dirigentes del templo y los maestros de la ley, a la cual fueron llamados Pedro y Juan. «¿Con qué poder o en nombre de quién hicieron ustedes esto?», preguntó desafiante el sumo sacerdote. Lleno del Espíritu Santo, Pedro proclamó con audacia: «Este hombre está aquí delante de ustedes, sano gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret, crucificado por ustedes, pero resucitado por Dios». Y Pedro declaró: «En ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos» (Hechos 4:7–12).
Entonces viendo el valor de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran unos pescadores incultos, se maravillaban, y les reconocían que habían estado con Jesús. En cuanto al milagro que se había obrado, no sabían qué replicar. «¿Qué haremos con estos hombres?», consultaron entre sí los sacerdotes. «Porque un milagro notable ha sido realizado por medio de ellos y no podemos negarlo». Sin embargo, para que no se divulgara esa extraña y nueva doctrina, los amenazaron para que no hablaran más en el nombre de Jesús, tras lo cual los pusieron en libertad temerosos de la reacción popular, ya que toda la gente glorificaba a Dios por aquel suceso milagroso (Hechos 4:13–22).
Antes de su liberación, después de enterarse de la decisión de los sacerdotes y dirigentes, Pedro y Juan dijeron: «Juzguen ustedes si es justo delante de Dios obedecerles a ustedes antes que a Dios. Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hechos 4:19–20). Luego de intimidarlos con más amenazas, el concilio los dejó en libertad. Mas los apóstoles salieron de allí sin la intención de abandonar su misión.
Después de salir en libertad, Pedro y Juan volvieron con los suyos y les informaron de todo lo que los sumos sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Después de escuchar su historia, todos levantaron unánimes la voz en oración: «Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos que hablen Tu palabra con toda valentía». Cuando acabaron de orar, el lugar en donde estaban reunidos tembló. Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y el Señor los bendijo con más poder para testificar a la gente y hablar la palabra de Dios con valor (Hechos 4:23–31).
No solo eso, sino que por medio de las manos de los apóstoles se hicieron muchas maravillas y señales entre la gente, así que sacaron los enfermos a las calles y los pusieron en lechos y camillas, de modo que al menos la sombra de Pedro pasara sobre algunos de ellos. Personas de los poblados cercanos acudían en tropel a Jerusalén trayendo a los enfermos, y «los que creían en el Señor aumentaban cada vez más, gran número así de hombres como de mujeres» (Hechos 5:12–16).
Para los sacerdotes y dirigentes religiosos, que se llenaron de envidia e indignación, aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso. Les resultaba insoportable ver la popularidad que los seguidores de Jesús tenían entre la gente y el riesgo que aquello representaba para su autoridad. Fue así que fueron arrestados nuevamente y los metieron en la cárcel pública. A esos hombres, sin embargo, nada podía detenerlos, y durante la noche un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó. Y no solo eso, sino que les dijo: «Vayan, preséntense en el templo, y hablen al pueblo todo el mensaje de esta Vida» (Hechos 5:17–20).
Así pues, al amanecer, Pedro y Juan pasaron de la prisión a la predicación en el templo como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, la noticia de la fuga de los apóstoles aún no había llegado a oídos de los sacerdotes. Y cuando llegó el momento del juicio, enviaron guardias a la cárcel para que los llevaran a su presencia. ¡Pero allí no había prisioneros! Llenos de vergüenza, los guardias volvieron y dijeron: «Encontramos la cárcel cerrada con toda seguridad y los guardias de pie a las puertas; pero cuando abrimos, a nadie hallamos dentro» (Hechos 5:21–23).
Imaginen el escándalo y el asombro que cundió en la sala. Exclamaron: «¿Qué? ¿Que los presos han desaparecido? ¿Cómo escaparon estando las puertas bien aseguradas?» En ese momento llegó apresuradamente un mensajero que les comunicó la noticia de que los evadidos se encontraban de nuevo en el templo y enseñaban a la gente.
«Tráiganlos», exclamó el sumo sacerdote. Los guardias entonces fueron a buscarlos y los trajeron sin recurrir a la fuerza, porque temían ser apedreados por el pueblo.
«Les dimos órdenes estrictas de no continuar enseñando en este Nombre», dijo enfurecido el sumo sacerdote. «Han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas, y quieren traer sobre nosotros la sangre de este Hombre» (Hechos 5:24–28).
—Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres —respondieron Pedro y los demás apóstoles—. El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron. Dios lo exaltó a Su derecha como Príncipe y Salvador, para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Nosotros somos testigos de estos acontecimientos (Hechos 5:29–32).
Cuando el concilio oyó esas palabras, estaban furiosos y decididos a matar a los apóstoles. No obstante, Gamaliel, un respetado miembro del concilio, interrumpió sus gritos, advirtiéndoles con este sabio consejo: «No tengan nada que ver con estos hombres y déjenlos en paz, porque si este plan o acción es de los hombres, perecerá; pero si es de Dios, no podrán destruirlos; no sea que se hallen luchando contra Dios». No pudiendo el concilio responder nada a las sabias palabras de Gamaliel, acordaron dejar a los apóstoles en libertad, no sin antes darles unos azotes (Hechos 5:33–40).
Los apóstoles quedaron en libertad después de ser azotados y se les ordenó de nuevo que no hablaran en el nombre de Jesús. Salieron regocijándose de la presencia del concilio, por haber sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús. «Y todos los días, en el templo y de casa en casa, no cesaban de enseñar y proclamar el evangelio de Jesús como el Cristo» (Hechos 5:40–42).
En esa época, había algunas ordenanzas que a los apóstoles les resultaba difícil obedecer mientras seguían fieles a su llamamiento y fe. Aunque la Biblia enseña que «todos deben someterse a las autoridades públicas» (Romanos 13:1), en los casos en que las leyes u ordenanzas violen la fe de un creyente, los cristianos son llamados a obedecer a Dios y seguir los dictados de su conciencia (Hechos 5:27–29).
Los apóstoles no podían obedecer las exigencias del concilio que les prohibía predicar y enseñar acerca de Cristo, en obediencia al último mandamiento de Jesús de que hicieran discípulos de todas las naciones y que les enseñaran a obedecer todos Sus mandamientos (Mateo 28:19–20). Frente a la persecución debido a su fe, ellos fueron fieles a su fe y convicciones.
Cuando Jesús preparaba a Sus discípulos para Su pronta partida, les dijo: «Si pertenecieran al mundo, el mundo los amaría como a uno de los suyos, pero ustedes ya no forman parte del mundo. Yo los elegí para que salieran del mundo» (Juan 15:19). Los cristianos somos llamados a estar en el mundo, pero a no ser del mundo (Juan 17:14–15). Somos llamados a dejar que Su luz brille en el mundo que nos rodea y a acercar a la gente a Dios. Jesús dijo: «Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mateo 5:14–16).
Que cada uno de nosotros sea hallado fiel a nuestra fe y a los mandamientos de la Palabra de Dios, incluso cuando no sea popular hacerlo o frente a la oposición. «Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Así, pues, consideren a aquel que perseveró frente a tanta oposición […] para que no se cansen ni pierdan el ánimo» (Hebreos 12:1–3).
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2025.
